La historia de las civilizaciones que habitaron Mesoamérica durante los miles de años que duró su desarrollo, se caracterizó por la transmisión de conocimientos de generación en generación, y la dispersión de dichos conocimientos a través numerosos pueblos estrechamente relacionados entre sí. Al ser herederas de una raíz cultural compartida, aquellas sociedades construyeron distintas interpretaciones del mundo y del cosmos a partir de un cimiento común, desde el que desarrolló cada una, su propia perspectiva. Estas cosmovisiones mantenían un vínculo estrecho con la vida social y económica, la religión y la cultura, además de establecer normas básicas para la convivencia social.
Ya desde la etapa preagrícola (hace 30 mil años aproximadamente) se otorgaron atributos mágicos a las manifestaciones ambientales de las que muchas veces dependía la sobrevivencia humana: el viento, la tierra, el agua y el fuego; diversos animales y plantas; astros y montañas. Con la invención de la agricultura, las lluvias fueron incorporadas a estas deidades por su importancia para el ciclo de cultivo. Eran, por lo tanto, sociedades politeístas, que representaron a sus dioses con ciertas características humanas.
Tales circunstancias impulsaron el estudio y la medición del transcurrir del tiempo, por lo cual el calendario adquirió un papel central en la vida de aquellas sociedades. Hay registro de que en el Posclásico se empleó ampliamente la palabra escrita, que sirvió para expresar y consolidar las creencias y prácticas religiosas.
Los descubrimientos de restos óseos enterrados en los patios de antiguas viviendas muestran un vínculo entre el mundo de los vivos y el de los muertos, que concibe la existencia de “otros mundos” después de la muerte, así como la idea de linaje, que también se relaciona con el apego al territorio habitado por varias generaciones de la misma familia. Esta práctica se extendió durante el Posclásico, y sigue presente hasta nuestros días en diversas comunidades.
Los mexicas consideraban que, al momento de fallecer, cada persona trascendía hacia alguno de los trece niveles, o cielos, que se despliegan por encima de la Tierra, donde el más alto era conocido como el Lugar de la Dualidad (Omeyocan), habitado por los de dioses de la creación: Ometéotl y Omecíhuatl (“Señor y Señora de la Dualidad”); o se iba hacia alguno de los nueve ubicados debajo del suelo, en el inframundo o Lugar de los Muertos (Mictlán).
El “Dios Dual” se identificaba también con Tloque-Nahuaque (“Señor del Cerca y del Junto”), creador de los cuatro tezcatlipocas (“espejos que ahúman”), que representan cuatro largos periodos, llamados soles, regidos por los elementos básicos de la naturaleza: tierra, aire, agua y fuego; ligados, a su vez, a los puntos cardinales.